MISCELÁNEA
Dignidad

JON RIVAS
Se puede tener de todo salvo la dignidad. Se puede no tener nada salvo la dignidad.
Supongo que conocerán la historia de Joaquín Carmona, un indigente maltratado por la vida, que lleva años viviendo en un parque, pero que a la vez es una de las voces más autorizadas del mundo del atletismo cuando de aportar datos o estadísticas se trata, que tiene miles de seguidores en twitter, entre ellos, grandes atletas internacionales, y por supuesto, todos los expertos en ese deporte. Gracias al periodista @AlfredoVaronaA conocimos su verdadera historia. Estaba desaparecido desde que comenzó el Estado de Alarma. Sus seguidores se extrañaron cuando comprobaron que llevaba meses sin aportar ningún dato, sin tuitear ninguna de sus excelentes aportaciones. La realidad era muy prosaica: vive en la calle y tuiteaba desde una biblioteca pública o desde la calle. Cuando las bibliotecas cerraron por la pandemia, dejó de tener un enchufe en el que cargar su viejo ordenador portátil. El último tuit, en el que recomienda un reportaje de Teledeporte sobre Mariano Haro, lo envió desde la estación de Atocha en Madrid, segundos antes de que la Policía la desalojara al entrar en vigor el estado de alarma.
Joaquín es vizcaíno, de Zamudio. Procede de una familia desestructurada. Su padre alcohólico, su madre enferma no podía salir de casa, entre otras cosas, porque vivía en un cuarto piso sin ascensor. Decidió, con 19 años, buscarse la vida en Madrid. Encontró varios trabajos, tuvo un quiosco de helados cerca del Bernabéu y el Ayuntamiento, finalmente, le desalojó de allí. Antes, en 1983, había descubierto a Jarmila Katrochvilova en los mundiales de atletismo. La vio por televisión y se enamoró del deporte. Quiso ser atleta, pero no tenía las 60 pesetas que costaba entrenarse en el polideportivo.
He leído algunas entrevistas que le han hecho después de que Alfredo Varona le encontrara en un parque. El periodista escribió un artículo en el que buscaba pistas sobre su paradero. Preguntó a varios expertos del atletismo. Todos le seguían en twitter y todos estaban extrañados por su prolongada ausencia. Finalmente, un joven de 24 años que estudia en Italia, se puso en contacto desde allí con Varona. Él lo conocía: había coincidido con él muchas veces en la biblioteca a la que iba a estudiar. Se dio cuenta de sus conocimientos sobre atletismo cuando un día, a Carmona se le cayó el DNI al suelo y él lo recogió, vio quién era y lo relacionó con la cuenta de twitter que Joaquín solía tener abierta en la mesa de la biblioteca. Le dijo al periodista que Carmona dormía en el parque de al lado de la biblioteca, que cuando cerraban, se quedaba fuera, en las escaleras, tuiteando, posiblemente aprovechando la red wifi. Que era una persona siempre educada, siempre aseada, muy correcta y reservada.
He leído, digo, esas entrevistas con Joaquín Carmona, y lo único que veo en ellas es dignidad, pero una dignidad superlativa, con mayúsculas. La historia de un hombre que ha sido golpeado una y cien veces por la vida y ha recibido los golpes sin una queja. La dignidad de una persona que sabe más que nadie de algo –en este caso el atletismo–, y cuya modestia le impide creerse importante. He escuchado a algunos de los expertos en ese deporte que siguen a Carmona, y todos reconocen que alguna vez les corrigió algún dato erróneo, algún desliz que cometieron, en sus retransmisiones radiofónicas o televisivas, o en sus artículos, pero que siempre lo hizo con suma educación y a través de mensajes privados, sin airear el error, sin dejar en mal lugar al que lo había cometido. Y lo que es mejor: todos los que recibieron el mensaje en el que se les apuntaba el error, lo corrigieron de inmediato, porque sabían que lo que decía Carmona iba a misa. Escribe, por ejemplo, Miguel Villaseñor, que es estadístico e historiador AEEA, colaborador de la web RFEA, ex-encargado de Internacional de Atletismo Español y locutor en la web RFEA: «Joaquín Carmona me corrigió a veces tuits o rankings, pero siempre por mensaje directo, nunca en público, nunca quiso dejarme en evidencia por pequeño que fuera el error, nunca quiso quedar por encima de cara a los demás».
Es la dignidad hecha persona, de un hombre que reconoce que tal vez se equivocó cuando era casi un niño y alguien le contó su situación a una profesora de su colegio, que le propuso irse a vivir con ella y su familia. Joaquín, dice, ni siquiera lo consideró y afirma que seguramente no acertó al tomar la decisión. «Mi vida hubiera sido otra». Posiblemente, aquella profesora sabía que tenía en su clase a un chaval que necesitaba un empujón, que sacaba sobresalientes en todo hasta que dejó los estudios al acabar tercero de BUP. Leo por ahí, en uno de los mensajes del crowfunding que se ha montado para ayudar económicamente a Joaquín, el comentario de un ex compañero de clase: «Aúpa Joaquín, te perdi la pista cuando empezamos a estudiar fuera de Zamudio. Nunca supe más de ti hasta hoy. [Eras] el mejor con las cuentas y los números. No he visto a día de hoy otro igual. Ahora a remontar y fuerza. Un abrazo». No tiene estudios universitarios, dice. ¿Por qué?, «porque nadie me iba a pagar la Universidad y no tenía sentido que me esforzara».
Ni una queja, ni un lamento. Ahora recibe una avalancha de mensajes, «después de diez años sin recibir ni una llamada», y se ha ido a una pensión, que le paga una persona anónima, porque el parque se ha llenado de cámaras de televisión, y él se sintió agobiado porque no se había aseado y quería estar presentable. Dignidad. Tiene 46 años y ni siquiera cuando Varona le ofreció dar a conocer su historia, quería que nadie se enterara, aunque cedió al final: «Voy a dejar que me ayudes», le dijo, mientras se comía una hamburguesa vegetariana porque no prueba la carne.
«Cuando hablo con los educadores sociales», dice en La Vanguardia, «me dicen que tengo nivel de investigador». Pero nunca pidió nada a nadie, ni se lamentó de su situación, ni de los años que durmió en el parque porque los trabajos esporádicos que encontraba, no le daban para una habitación. Salía de la biblioteca cuando la cerraban y confiesa que se sentaba en las escaleras y leía los retuits y los comentarios que le enviaban, y entonces sentía un orgullo interior por hacer algo que le importara a alguien. Pero jamás se le ocurrió pedir nada a cambio. Sólo ese «voy a dejar que me ayudes», que al final le ha dado a conocer, que ha dado a conocer a una de las personas más dignas de este mundo. Que se merece una oportunidad. La primera que tiene en la vida, o tal vez la segunda después de la que le quiso dar aquella maestra de Zamudio y que rechazó por no dejar a su familia, pero entonces era un niño.
En medio de un mundo con tanta podredumbre, con tanta corrupción, alguien como Joaquín se merece esa oportunidad. Esperemos que su historia no caiga en el olvido.
