GIRO 2023
Ciclistas sin cobijo
JON RIVAS
En el ciclismo en ruta no hay techos retráctiles, ni pabellones cerrados. Todo se hace a pecho descubierto, o, como mucho, cubierto con la última edición de La Gazzetta dello Sport metida por debajo del maillot, algo que cada día se estila menos, pero que todavía tiene sus partidarios. Decía un antiguo maestro de periodistas, Emile Dovifat, que no hay nada más viejo que el periódico de ayer, una frase que los redactores jefe de los tiempos de la linotipia y la máquina de escribir, desgarraban con crudeza, diciéndoles a los aspirantes a ser grandes periodistas que, «esa gran crónica que pretendes escribir, servirá mañana para envolver pescado». Ya no está vigente esa expresión, entre otras cosas, por las normas higiénicas que impiden a los pescateros a utilizar periódicos para envolver el género. Sin embargo, quienes nos dedicamos a escribir de ciclismo, nos consolamos, al menos, con la posibilidad de que uno de esos grandes cronicones que ansiamos redactar, y que siempre pensamos que hemos escrito, sirva al menos para aliviar la sensación térmica de algún ciclista en el descenso de un puerto. A ser posible, un campeón, pero lo mismo da si es un gregario. Todo sea por ayudar.
Pero en la décima etapa, poco consuelo podían dar los periódicos que esperan en manos de los aficionados al comienzo de la bajada de un puerto, que además pueden dejar ese pecho tintado de rosa y negro. Era más un día de chubasqueros, guantes y ropa térmica, pero no hay abrigo que resista a la lluvia persistente, y al frío intenso. Sólo, de vez en cuando, el té caliente que entregan desde los coches sirve para aliviar un poco ese cuerpo desasosegado, que devora kilómetros a base de pedaladas, obligado como está, además, el corredor, a vigilar el piso, los charcos, las curvas, a mantenerse en constante tensión con los dedos congelados sobre el freno, que con el asfalto mojado necesitan tacto de cirujano para ser utilizados en el momento adecuado, a esas velocidades que se alcanzan en los descensos.
Precaución por una caída propia o ajena, que pueda arrastrarte a pesar de tener puestos todos los sentidos. Cautela incluso cuando ves la caída desde lejos, porque se puede cruzar un auxiliar que, cegado por su trabajo, no ve lo que le viene encima. La ruta a Viareggio se convirtió en un marrón para los ciclistas, que en un día normal tienen tiempo para hablar de sus cosas, del abandono de Evenepoel, de cómo le sienta la maglia rosa a Thomas; de que cada vez se van quedando más colegas por el camino. Pero la etapa sólo invitaba a correr con la boca cerrada, a limpiarse de vez en cuando el agua que caía por la cara, y ver como el pelotón se dividía, sin demasiada batalla, según la selección natural de las especies. Por delante los tres fugados, que hacían una guerra distinta; por detrás los más fuertes, con el líder entre ellos, y de allí hacia atrás, grupos y grupúsculos que únicamente pretendían sobrevivir.
La selección más interesante era la que concernía a los fugados, que por una vez, y dadas las circunstancias meteorológicas, tuvieron vía libre para disputarse la victoria, aunque sea mucho decir lo de la disputa, porque una vez que Derek Gee y Alessandro Di Marchi constataron que relegar a Magnus Cort Nielsen iba a ser imposible, sabían que la victoria del danés del bigote rubio era inevitable. Y eso fue lo que pasó.