GIRO 2023
Democracia ciclista
JON RIVAS
Gianni Moscon votó en contra en la Asamblea, pero perdió: «No somos ciclistas porque nos obligue el médico: si no nos gusta este deporte, siempre podemos cambiar de profesión». Esa era su sentencia, pero la mayoría no estaba de acuerdo con él, se impuso la opinión mayoritaria, democracia en el ciclismo. Ya no mandan los patrones, ni los organizadores. Mandan los ciclistas. Se aplica el protocolo de mal tiempo y la etapa se recorta. Es la número 13, tiene gafe. Ya se había decidido suprimir el Gran San Bernardo, y lo que parecía que iba a ser una gran etapa alpina, se quedó en dos puertos y menos de ochenta kilómetros.
Todo ha cambiado. Nadie se acuerda de las grandes gestas; de aquella jornada en el Tour que los periodistas calificaron de etapa del infierno. «Esta etapa entre Bayona y Luchon fue uno de los eventos deportivos más emotivos y más dramáticos que yo haya visto jamás. Sólo podría compararlo con el cross de los Juegos olímpicos de 1924”. Gabriele Hanot, el periodista de Le Miroir des Sports comparaba experiencias. En el cross olímpico, dos años antes, a 45 grados de temperatura, ocho de los 15 participantes salieron de la carrera en camilla. Sólo el finlandés Paavo Nurmi llegó a la meta sin desfallecer. El CIO decidió que la prueba no se volviera a disputar más, pero nadie pudo quitar el Tourmalet, el Aspin, el Peyresourde o el Aubisque del recorrido del Tour. La etapa del 6 de julio de 1926 ya es un infierno en sí, con 326 kilómetros de recorrido. Los 177 primeros de llano antes de los colosos pirenáicos. Eran las dos de la madrugada. Los ciclistas firman en la Brasserie Miremont; se dan la mano y más parecen condolencias que saludos. Llueve con fuerza, hace frío de invierno, sopla un viento helador. En las primeras etapas ha lucido el sol, pero en los Pirineos cambia el tiempo.
Cientos de aficionados se agolpan en la salida, es noche cerrada. Los turistas-routiers, corredores sin equipo, se apelotonan juntos para protegerse. Al llegar a las faldas del Aubisque todavía es de noche. Se bajan todos de la bicicleta, y casi a tientas, le dan la vuelta a la rueda trasera para poner el piñón más adecuado para las cuestas. Cada vez llueve más. Lucien Buysse no se arredra y ataca con fuerza. Le llaman el bulldog flamenco. El líder, Van Slembrouck, queda descolgado enseguida. Bottechia, dos veces ganador del Tour, sufre. Se para a mitad de la ascensión, se sienta en la cuneta y llora. Al de un rato regresa a la carrera. El barro invade la calzada, las huellas de los vehículos que han ascendido a los picos, han estropeado todavía más el camino. La gente se agolpa junto a las fogatas encendidas en la cima.
En el Tourmalet ya es de día, pero aparece una niebla espesa. Buysse se para a comer. Le pasa Tailleu, que es líder virtual, pero en el Aspin sufre un cólico. Las cadenas, los piñones, se enfangan. Hay que bajarse y quitar el barro, algunos orinan sobre el mecanismo, incapaces de mover los dedos congelados. El belga lleva 17 horas sobre la bicicleta en el Peyresourde. Llega a Luchon con dos de retraso sobre el horario previsto. Casi media hora más tarde, a 25, 48”, llega el segundo, el italiano Aimo; detrás, uno a uno, mojados, agotados, derrotados, el resto de los participantes. A las 22.40 horas, que se debe cerrar el control en el Café Central de Luchon, sólo han llegado 31. Los aficionados colocan los coches a los lados de la ruta y encienden los faros para alumbrar a los que llegan. Desgrange amplía el cierre de control. El último en llegar, Fernand Besnier, lo hace seis horas después de Buysse, después de atravesar el infierno.
Ya nunca se verá algo así, porque el ciclismo ha cambiado muchísimo en un siglo. Lo de ahora son detalles, como el de Thibaut Pinot, empeñado en que sus compañeros de fuga, Jefferson Cepeda y Einer Rubio, acataran su forma de ver la etapa y le dieran los relevos que pedía. Y delante de la cámara, el veterano ciclista francés se enfurruñaba como un niño cuando ninguno de los dos le hacía caso, y lanzaba ataques, y más ataques, que recibían siempre respuesta. Cepeda era el objeto de sus iras; Rubio se quedaba atrás, como para no querer saber nada del asunto. Que se peleen entre ellos, parecía decir con la mirada fija sobre el manillar, a un par de metros de sus compañeros de escapada.
Pero no era el más débil, sólo disimulaba y reservaba energías, que Pinot perdía en discusiones y ataques baldíos, y Cepeda en intentar no perder la rueda del francés. Así que a falta de 200 metros, cuando los dos comenzaron a vigilarse para lanzar el definitivo ataque, fue Rubio, el corredor del Movistar, el que arrancó con esas fuerzas que había guardado en el zurrón, para ganar la etapa. «Me costará asimilarlo», decía. A Pinot, el colombiano le dio un disgusto, pero también una satisfacción: «Especialmente no quería que ganara Cepeda, quería que ganara Rubio. Hubiera dado cualquier cosa por no dejar que Cepeda se fuera».
¿Y los aspirantes? Como en el Gran Sasso. No se merecen ni una línea más.