Miguel Indurain, día 1

JON RIVAS | Enviado especial

BERNA (SUIZA).- José Miguel Echavarri tenía claro lo que iba a pasar. Todo lo que iba a pasar. Hasta los insultos. «Me van a llamar de todo, pero no es a mí personalmente sino al director del equipo Banesto», le dijo a su hijo, que llegó a los Pirineos para seguir una etapa con su padre y se quedó hasta París. El día anterior les había advertido a los patrones del equipo que no esperaran exhibiciones. «Cuando viene el que pone el dinero, la actitud suele cambiar para darle una alegría, pero les dije que tuvieran paciencia. Que estaba encantado de que vinieran, pero que nadie iba a reventar para hacerles más agradable la visita».

Echavarri siempre observó el ciclismo con perspectiva. Al acabar una etapa salía del coche del equipo y se apoyaba contra la ventanilla, y desde ahí tomaba nota. Desayunó en Jaca, aquel 19 de julio de 1991, con las dudas de la prensa, expresadas en sus titulares que hablaban de decepción. No todos. Josu Garai, entonces redactor de Marca, le daba un voto de confianza a Echavarri. «Es mejor esperar», titulaba su columna de opinión. «Costaba, porque la etapa anterior había sido un poco decepcionante, pero entonces aprendí que no se puede juzgar el trabajo por lo que pasa un día sino que había que hacer una valoración global».

Claro que, «era normal. La etapa acababa en España, había mucha expectación con Perico Delgado e Indurain». Echavarri también comprende, con la perspectiva de los años, la reacción de la gente. «En el último repecho antes de la meta de Jaca, Indurain atacó y limó siete segundos. Entonces se tomó a broma. Se mofaron por esa acción». En la radio, José María García inflamó los ánimos de su legión de oyentes hablando de fracaso.

Pero en Banesto esperaban. Por la noche, en el hotel cenó junto al equipo el secretario de Estado para el Deporte, Javier Gómez Navarro. Preguntó por Delgado y le dijeron que estaba bien, «pero Indurain está súper». Fue la única pista.

«El protagonista fue Miguel. Yo sólo un testigo privilegiado», recuerda Echavarri. «Estaba en su punto. La gente decía que tal vez el año anterior pudo ganar, y puede que sí, porque físicamente estaba en condiciones, pero la madurez de un ciclista es física pero también mental. No valía que nosotros le dijéramos que podía; tenía que creérselo él. Yo creo que lo interiorizó en 1990 cuando en Luz Ardiden dejó a Fignon y a Lemond. Entonces vio que podía».

Echavarri escuchó los insultos de los aficionados españoles, pero se centró en la batalla del Tourmalet. «Sólo le dábamos referencias de sus rivales. En el último kilómetro le dijimos que se olvidara de algunos, del líder Leblanc, o de Lemond, que se veía que iba mal. Era un corredor al que no había que darle órdenes, sólo información». El descenso hacia Sainte-Marie-de-Campan fue vertigionoso. Indurain superaba en 17 segundos a Lemond en la cima del Tourmalet, y en más de un minuto al llegar al llano. Chiappucci, que pasó en cabeza la cima, no pudo aguantar el ritmo del navarro, pero a Indurain le avisaron de que estaba cerca y esperó. «Era un buen compañero de escapada», recuerda Echavarri. «Muy valiente y dispuesto a ayudar».

No tuvieron ni que hablar. Después del Aspin, donde el coche de Gianluca Stanga arrolló a Lemond y le hizo perder el escaso ritmo que llevaba, Indurain y Chiappucci se presentaron en la meta de Val Louron. Aventajaban en minuto y medio a Bugno, en tres a Fignon, en seis a Hampsten y en siete a Lemond.

Echavarri se quedó apartado, sentado junto a su coche, viendo a lo lejos las ceremonias de entrega de premios. «Estaba emocionado, pero observaba de lejos a los periodistas. Me miraban y amagaban, pero no se atrevían a venir. Después de los palos del día anterior pensaban que les iba a echar el rapapolvo».

Se ríe 25 años después de aquella etapa del 19 de julio de 1991 que cambió el ciclismo español. «Hay corredores que están predestinados y Miguel era uno de ellos». Indurain, abierto a cualquier conversación, prefiere no hablar de aquel día, «porque en las hemerotecas se explica mejor», y cuando se le comenta lo rápido que pasa el tiempo responde con sorna: «Sí, pero la otra opción es peor».